El fanático venezolano

Por Alberto Sáez

Sabemos por Tolstoi que las familias felices no producen novelas.

Tampoco producen futbolistas.

Juan Villoro.


El fútbol es un deporte melodramático. Sus fanáticos, con los años, se han desvivido por entablar una relación pasional con el deporte, que en muchos casos no ha terminado nada bien. El fanático venezolano, aunque digan lo contrario, tienen una relación joven y caprichosa con el fútbol. Juan Villoro afirma que una persona puede afiliarse sentimentalmente a un equipo de muchas maneras: “por un sólido arraigo familiar, llevados por la conveniencia del campeón de turno, o para otros, por una fatalidad regional que decide el destino antes que el libre albedrío y así nace el hincha, al modo ateniense, determinado por la ciudad”. Para el venezolano que sigue a la selección nacional la opción de la fatalidad regional le queda como anillo al dedo, ya que luego de ser un equipo que desconocía por completo la sensación de terminar un partido con la frente en el alto, ahora saben medirse y ganar frente a sus rivales. El fútbol venezolano es un adolescente con las hormonas agitadas.

No es sencillo ser un fanático de fútbol venezolano, éste debe acostumbrarse a habitar en las gradas de una manera natural, sin que nadie note que es un pajarito en grama cuando no hay una acción directa que lo vincule al juego, se debe cantar hasta el cansancio consignas adaptadas a la idiosincrasia propia provenientes de otras ligas que han compuesto a manera de soundtrack sus propios cánticos, se debe sentir seguro de su historia, aunque su historia no tenga el suficiente tiempo para llamarse así. Cuando saltan los equipos al campo, uno debe aplaudir, debe decirle con las palmas en alto a los jugadores: “gracias por el esfuerzo, entreguen todo en la cancha”. El pitazo inicial genera una sensación de pertenencia que nos hace parte de un cosmos en el que sólo este momento tiene validez para los segundos venideros, para los noventa minutos donde el tiempo se detiene. La pelota empieza a rodar y los veintidós en cancha se recrean en lo que Villoro llamaría “el arte de patear”.

El fútbol poco o nada se diferencia de una telenovela: existen los buenos y los malos, existe un contexto que hace del partido en curso el más importante, está dispuesto un set con cámaras y directores, existe la injusticia, existen los héroes, los salvadores y los que cometen errores; y para bien o para mal, siempre existe un final feliz para alguno de los equipos. Nunca un libreto improvisado había tenido tanta similitud con el de un guionista que afina palabra a palabra lo que sucederá en el capítulo. El fanático venezolano trae consigo una herencia dramática basada en la telenovela que hace que entienda el fútbol de esta manera, no hay de otra: se sufre o se goza. El fútbol siempre será un deporte que se alimenta del dolor de quienes lo juegan y lo viven. Los genios de este género vienen de las zonas más humildes del mundo donde para sobrevivir hay que hacer algo más que simplemente trabajar, y sus ídolos de turno traen consigo, en su más profundo inconsciente, la capacidad de drenar la cotidianidad y el tedio a través del sufrimiento que ofrece el espectáculo.

El fanático de fútbol venezolano es un incondicional a las telenovelas, para él las dos cosas son lo mismo, el mismo programa en distintos canales. Quizás por esto es que logramos entender cuando uno de ellos le dice al otro:

  • ¿Viste el partido anoche?

  • Sí. Estuvo buenísimo. Vamos a ver qué pasa en el próximo capítulo.

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«Si el fútbol fuera infalible, le quitaríamos una buena parte de su artesanal belleza»: entrevista a Karina Sainz Borgo

Supimos de Karina Sainz Borgo a través de un blog de fútbol. Descubrí en www.eldorsalcatorce.blogspot.com y, especialmente, en Karina, a una periodista venezolana que vive en Madrid, sabe escribir y (lo mejor) sabe de fútbol. Después de un tiempo, nuestro habitual compañero Alberto Sáez tuvo el placer de conocerla, le propuso hacerle algunas preguntas para este blog y aquí está el resultado. Reynaldo Hernández, el mismo Alberto y quien escribe, fuimos los responsables de estas preguntas simples a las que Karina ha llevado a buen puerto.

Juan Sebastian Ibarra

EEA: Juan Villoro dice que elegir un equipo es elegir la manera como transcurren los domingos, que se eligen por un sólido arraigo familiar, llevados por la conveniencia del campeón de turno, o para otros, por una fatalidad regional que decide el destino antes que el libre albedrío y así nace el hincha, al modo ateniense, determinado por la ciudad. ¿Cómo nace esa conciencia de hincha en ti y cómo se maneja cuando se escribe de fútbol?

 

KSB: A mí, con el fútbol, me ocurrió como las revelaciones. Al llegar a Madrid, en el año 2006, redescubrí el fútbol no sólo como una pasión personal, sino como una manera directa de relacionarme con lo que me rodeaba. Y digo redescubrí porque en Venezuela la relación que se tenía con el fútbol, hace unos años por lo menos, era casi de gourmets. El béisbol siempre ha sido más fuerte como deporte y hace que la relación con el balompié sea más remota.  Eso hizo que mi brote de la “enfermedad de fútbol” no fuera tal.  En ese entonces, finales del noventa y comienzos de 2000, seguía el fútbol pero sin un equipo. Seguía a Figo, en el FC Barcelona, al Zidane de la Juve y el que reventaría en el Madrid y quizás por ahí vengan los tiros, por Zizou… Es como cuando te preguntan, ¿por qué empezaste a leer? Hay alguien, siempre, un autor que te introduce en la lectura. Uno no se hace amante de la literatura, y de toda la literatura, de un golpe, hay autores que te van introduciendo, de a poco, quizás uno empieza con Baudelaire, porque es la típica edad (suele ser la adolescencia) en la que te crees un “poeta maldito”, cuando maduras, empiezas a apreciar otras cosas… has madurado para leer, por ejemplo, a Ginsberg, que sigue siendo maldito pero ya es un paso más. Con el fútbol pasa lo mismo. Es raro que a uno le guste de primera el fútbol tan vertical de los ingleses, nos conquista más el preciosismo latino. Todo este vueltón que he dado lo he hecho para decir que se necesita un apresto y, en ese sentido, creo que Zidane fue como mi Coetzee. Alguna madurez futbolera había ido gestándose cuando le descubrí. Vuelvo. Entonces, la revelación. Año 2007. El Real Madrid se alza como campeón de la liga. La Cibeles estaba a reventar. Un gran amigo culé, Javier Pereira, y yo, vimos el partido en un bar en Sol. Y fue tal la tensión del partido, el subidón de adrenalina, que bajamos a La Cibeles. Es la primera celebración liguera en la que he estado. Javier, quien siempre me ha dicho que hacerse de un equipo no es sólo una decisión de gusto, sino ideológica, discutía conmigo al respecto. Con ese argumento, Javier me dio los motivos para enfermarme futbolísticamente para siempre. En medio de la marea de personas que se empujaban para ver a Roberto Carlos, a Raúl, a Beckham, entendí a lo que se refería Nick Hornby en Fiebre en las gradas, esa especie de feligresía que se crea alrededor de 11 hombres que defienden un balón…y a eso se sumaba el hecho de que, fue ahí, en esa celebración cuando por primera vez desde que había llegado a Madrid, me sentía parte de algo relativamente colectivo, que realmente me integró a la ciudad, al espacio físico. Sentí, de pronto, que ya no estaba de paso, ni en tránsito por una ciudad en la que siempre me movía como una forastera. Entonces, me enganché. No hubo vuelta atrás. A medida que se profundizaba mi madridismo, mi relación con los españoles se corrigió. Aprendí a entenderles un poco más. El fútbol, como el arte, la literatura, la música, es una disciplina que además de ser bella en sí misma, habla de las sociedades que lo practican. Es una manera de entender qué tipo de ciudadanía hacemos y construimos. Qué héroes escogemos como propios. De qué forma aceptamos o sobrellevamos la derrota… Así que empecé a escribir primero sobre hinchas de fútbol, sobre mis visitas al Calderón, sobre mis eternas peleas con los viejos del Bernabéu, sobre el sobrecogimiento que me producía ir al Camp Nou. Después de quitarme los complejos –escribir sobre fútbol siempre me ha parecido complicado-, me metí de lleno a escribir sobre la práctica futbolística en sí misma, pero lo que me fascinó, y me sigue fascinando, es ese anillo ciudadano que rodea al fútbol. Por ejemplo: no te voy a negar que ver un regate de Messi en vivo y directo es increíble, pero verlo en el Camp Nou, con la fuerza que tiene ese campo, con una grada como la culé, es completamente distinto. Le añade ingredientes. Lo bello se hace más bello. Adquiere más información (por cierto, se habrán dado cuenta de que no soy anti culé… de hecho, los madridistas dicen que no soy una verdadera madridista por eso, pero bueno… esa ya es harina de otro costal). Imagínense una disciplina que hace la grada de Anfield cantar como lo hacen. Es, como dice Juan Villoro en Los once de la tribu, un trance, algo que nos devuelve a lo primitivo en su expresión más sana, quiero decir. Eso es fascinante.

 

EEA: Las décadas de 1980 y 1990 podrían denominarse la última era del fútbol clásico, ese capítulo del tiempo donde la tecnología no tenía que interceder en una decisión límite sobre una falta, un gol, o en una conversación entre un árbitro y un jugador que nadie escuchó, pero que todos intuyen nada bueno se dijo. ¿Cómo ves la entrada al campo de tecnología que para algunos desmitifica un juego donde lo que pudo ser es uno de los atributos para soñar en este deporte?

 

KSB: Estoy completamente de acuerdo. Creo, sinceramente, que para el fútbol estrictamente técnico sería mucho más provechoso y justo. A Messi por ejemplo, hasta esta semana, le hicieron cuatro penaltis y ninguno de ellos fue pitado. Con una especie de ojo de Halcón eso se hubiese corregido. O la misma “falta” que cometió CR7 con la espalda, ¿se acuerdan? También. Sin embargo, eso le quitaría al juego su necesaria, terapéutica y esotérica práctica de pelear con el arbitraje, de lamentarse por ese córner que nos fastidió el resultado. Si el fútbol fuera infalible, le quitaríamos una buena parte de su artesanal belleza…¡¿De qué discutiríamos en los bares?! Además, le quitaríamos a Mourinho uno de sus temas favoritos: la inconmensurable maldad de los árbitros contra los suyos. Ja. Ja. Ja…

 

EEA: Luego de la actuación de Venezuela en la Copa América, jugadores que no se habían decidido a aceptar la convocatoria (como Fernando Amorebieta, Julio Álvarez y los hermanos Feltscher) decidieron apostar por jugar con la Vinotinto. ¿Qué opinión te merecen estas convocatorias?

 

KSB: Me entusiasma, como a todos, y me parece saludable; una cuenta pendiente que había que saldar.  Pero también entiendo que muchos jugadores no hubiesen acudido hasta ahora. A ver, creo que el fútbol en Venezuela, insisto, había tenido –y eso no quiere decir que haya cambiado- un juego precario, una concepción demasiado contingente y casi colchonera (perdón a los colchoneros, pero a mí lo de la balada de ‘nos quitaron el partido’ me enfurece). Nos habíamos instalado en la invisibilidad. Para jugadores que tienen que ganarse sus puestos en ligas como la italiana, o la española, o cualquier liga en general pero en especial en las europeas, una lesión supone un riesgo muy grande. ¿Tenía sentido forzarse en esas convocatorias? No lo sé. También es cierto que jugadores como Arango, cuyo mayor repunte con la Vinotinto ocurrió mientras jugaba como titularísimo en el Mallorca, sí lo hizo.

EEA: Viendo la cantidad de jugadores surgidos en la cantera del Real Madrid que han tenido éxito en otros clubes (Soldado, Mata, por ejemplo, entre los más recientes), y viendo cómo la inferior del Barcelona ha sido realmente la base de esta exitosa generación culé, ¿consideras que el conjunto blanco tendría que modificar esa política con los canteranos o sostener la venta de jugadores producidos en sus categorías inferiores para financiar la llegada de estrellas internacionales?

 

KSB: ¡Ay, no me toques ese tema que me molesto! El Madrid no siempre ha menospreciado a su cantera.  ¿Qué fue la quinta del Buitre? O para no irme tan atrás ¿De dónde salió Guti?, por ejemplo. Lo que ocurre es que a raíz del florentinismo, el Madrid contrajo la enfermedad de la billetera, una enfermedad de la que Mourinho y Florentino tienen gran responsabilidad. ¿Era justo, por ejemplo, que Mou humillara a Pedro León de la forma en que lo hizo? ¿Tenía sentido que le llamara a Granero un jugador vulgar? No es que no exista cantera, que… ¿podría ser mayor? Sí. Lo que ocurre es que fue perdiéndose la costumbre de alimentarla, de fortalecerla, porque vender camisetas galácticas siempre será más rentable. Cuando eres un constructor que quiere ganar dinero, te comportarás en función de ganar dinero y no de ganar partidos. Florentino no sabe de fútbol y gestiona al Madrid de la misma forma que lo hace con sus constructoras.

EEA: En las últimas décadas ha proliferado el surgimiento de clubs que, luego de ser adquiridos por jeques e inversionistas multimillonarios, han recortado sustancialmente la distancia que les separa futbolísticamente de los equipos grandes. ¿Crees que este modelo es sustentable a largo plazo? o dicho de otro modo: ¿puede un club pequeño de fútbol desplazar a los equipos históricos, partiendo de argumentos meramente económicos?

 

KSB: Yo estoy apostando porque así sea, al menos en la liga BBVA. El problema del futbol saudita, o de la concepción saudita del fútbol es: ¿será sostenible en el tiempo? El jeque del City, por ejemplo, pervirtió los fichajes. El caso del Málaga, que es mi favorito sentimental este año en la liga… El Málaga gastó en fichajes más que el Barcelona y el Madrid y ha logrado un equipo que, al menos a mí, me despierta mucha curiosidad y lo digo: me encantaría que el Málaga le pusiera las cosas difíciles a los grandes, de la misma forma en que me gustaría que el City le metiera una paliza al Manchester este domingo (ya esto es personal contra Fergurson, ja ja ja). Lo que sí me preocupa, insisto, de este fútbol manejado por hombres de mucho dinero es la eventual transformación de la práctica futbolística en un franquiciado que beneficie el negocio por encima del juego.

EEA: El fútbol fue progresivamente adquiriendo una identidad profesional, donde el futbolista debe cumplir un rol específico. En este sentido se ha vuelto muy trascendental la figura del Director Técnico, como arquitecto de todo el proyecto a acometer. ¿Ves actualmente que este factor ayuda al espectador a entender mejor el juego y que puede valorar más un partido jugado tácticamente, o consideras que este factor va en desmedro de la vistosidad del juego?

 

KSB: Pues fíjate que ahí coinciden varias cosas. Un buen director técnico puede hacer maravillas, justamente por como ustedes dicen, la profesionalización de la actividad y la concepción de juego y por cómo logre –o le dejen- hacer su trabajo. En otras épocas, el técnico lo asumía todo: la concepción física del entrenamiento, el trabajo táctico, el trabajo a pie de obra –desde el campo hasta los entrenamientos, ejerciendo funciones tan delicadas que van desde manejar la psicología en el vestuario hasta ser portavoz del conjunto-. Cuando se empezó a descargar al técnico y a especializar las áreas muchas cosas mejoraron. Por ejemplo, cuando los preparadores físicos ganaron más protagonismo, de pronto vimos a jugadores que rindieron mucho más, porque físicamente estaban mejor concebidos. Lo mismo ocurre con el director técnico. E incluso, si me apuran, con el director deportivo, que parece una labor diplomática, de lidiar con la prensa y de hacer de canciller, descarga al “míster” de cosas. Y creo, en ese sentido, que un director técnico afina la estrategia y sofistica la práctica. Todo depende, claro, del director.

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Venezuela 2 / República de Guinea 1: cuando los goles no son espectáculo

Por Alberto Sáez

Poco se puede sacar de un partido tan atropellado como el que se vio hoy en el estadio Universitario. Un campo poco presentable, un equipo que dio bastante patada (Guinea) y una selección imprecisa, confiada (Venezuela).

La selección de la República de Guinea salió con un planteamiento conservador, tratando de tomar posesión del balón en el medio campo, pero sin ningún mérito para lograrlo. Fueron transformando el partido, deteniendo con cada patada los conatos de contragolpe de la Vinotinto. Quizá es por eso que el primer gol debía ser un penal: Maldonado engancha hacia fuera y es tumbado dentro del área para luego fusilar al portero de Guinea. Luego de ese gol una entrada brutal del portero de Guinea hizo que Alejandro Moreno saliera por los aires como un muñeco de trapo, y para colmo el portero no vio la roja debida, quizás por exceso de actuación (fingió estar golpeado) o por tratarse de un amistoso.

Venezuela intentaba a fuerza de ganas imponer lo que han asumido como estilo de juego desde sus logros de la Copa América, pero el campo también quería dar su aporte al juego, dejando que el balón picara a placer con cada pase que daban los jugadores. Hay veces que en el fútbol, por más que se intente, las cosas no salen; por más que uno busque un pase seguro, un hueco entre las líneas rivales, un contragolpe o meter el balón a puerta vacía, los dioses que se encargan de regir este deporte (digamos Hermes, o Hades, o asumamos que este oficio es huérfano y por eso su extraña fortuna) no dejan que la magia suceda. Pero cuando nada sucedía apareció otro gol venezolano. Tal vez por eso también fue un penal. Esta vez fue Yohandry, la perla de la juventud vinotinto, quien recibió el golpe en el área. Maldonado, que volvió a cobrar, hizo lo mismo y el portero le volvió a creer.

Para la segunda parte poco varió, un fútbol que intentaba salir a flote, con destellos interesantes pero nada que diera fuerza para asumir una mejora notable. Venezuela dejó a Guinea entrar en su lado del campo e intentar las jugadas que ensayaron durante los entrenamientos, pero sin fortuna alguna. La Vinotinto dejó muchos espacios en la última línea, confiada en la pólvora mojada del equipo africano. Alcanzó a frenar a última hora una jugada con una falta en el área y provocando el tercer gol del partido, también de penal: Guinea tensó la cuerda hasta que la rompió y transformó en gol la flojera de la zaga nacional.

Un partido flojo para el cuarto mejor equipo de América, que no debe creerse nada de lo que ha sucedido (porque nada ha sucedido aún) y que debe trabajar tan bien como lo hizo para la Copa, pero ahora debe concentrarse para el gran reto que le viene: las eliminatorias al Mundial de Fútbol Brasil 2014.

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A ritmo de fútbol: el baile vinotinto

Por Juan Sebastian Ibarra

 A María Victoria Ventura (Vicky), argenta, lingüista y futbolera.

 Aviso importante: se recomienda la lectura de este texto en compañía de “El baile de la gambeta”, de Bersuit Vergarabat. Sin esa canción, esto no existiría.

 Porque sobran las bolas.

Queridos Hugo Sánchez, David Faitelson, y quién sabe cuántos más, no vengo a putearlos. Para eso basta con el desempeño de la vinotinto, que entregó todo lo que tuvo en cancha durante esta “copa atípica”, que según algunos no fue América. Y es que, le duela a quien le duela, el mejor fútbol (y con esto me refiero a equilibrio entre las líneas de defensa, contención, creación y ataque) lo presentó la selección venezolana. Quizá esté pecando de nacionalista y subjetivo, pero eso he visto en cancha; y me perdonan los que capten señales distintas o entiendan otro fútbol. Hay algo más, y esto sí es inapelable: si existe un equipo que dejó el corazón y las piernas en el césped, en cada partido disputado (hasta el momento), ha sido el dirigido por César Farías. Pues, como dice la canción recomendada, “porque sí / porque sobran las bolas / de matarla con el pecho y no tirarla afuera. / Para jugar / de local en cualquier cancha / aunque pongo el corazón y vos ponés la plancha”. Y es que plancha contra corazón suele ser una fórmula bastante utilizada y que, por desgracia, en ocasiones, termina dando frutos. Esa utilizó el “tata” Martino contra la selección venezolana. El resto de la historia ya la conocen: Paraguay es finalista y nosotros vamos por el amargo tercer puesto.

¿Y si no hay copa?

Querida Vicky: me recordabas, mientras veíamos el partido, el peligro que representa fallar ocasiones de gol. No vengo a llorar, pero, en efecto, cómo duelen esos goles que no fueron. Cada poste de ese Paraguay-Venezuela es un vidrio clavado en los pies de nuestro fútbol. Agradezco, por supuesto, tu compañía y la de Mary en esa noche tan triste. Agradezco, también, ese poquito de olvido brindado por unas horas. Bersuit diría, para estos momentos, que “si no hay copa / que haya cope para la gente / que salta sobre el dolor / y nace nuevamente”; y eso fueron ustedes, pues, en cierta forma, volví renovado a enfrentarme con el fútbol. Regresé a casa, pasado un poco el impacto inicial de la derrota, con más pausa, más silencio, como vos decías en su momento que debía enfrentarse el fútbol y nunca te discutí.

Tomala vos, dámela a mí.

Querido Tomás Rincón: para mí, te lo digo, eres el mejor jugador de la copa. Ya decía en otro texto sobre nuestra selección, que se trataba de una maquinaria en perfecto equilibrio entre sus líneas, cuyo eje principal pasaba por tus pies. Esa capacidad para estar en cada rincón (como para hacerle honor a tu apellido) de la media cancha, en labores de contención, creación y, en algunos casos, de ataque, no puede pasar desapercibida. Para un equipo de fútbol, es fundamental que haya cordura en la transición defensa-ataque. Y es justo eso lo que representa tu presencia en el engrane del equipo venezolano. El balón te llega y dices, como al unísono con Cordera (Bersuit) “tomala vos, dámela a mí” y así se forma, poco a poco, el baile vinotinto.

Para gritarle al olvido.

Querida vinotinto, no vengo a reclamarte este despecho enorme que me invade, quizá el peor que haya sufrido a manos del fútbol. Pasa que, aunque no comparto la euforia que se desató en las calles caraqueñas tras el tropiezo del miércoles, con una multitud de aficionados celebrando (al menos así fue en Altamira), estoy complacido por el crecimiento futbolístico de una selección que ya no da vergüenza, y eso se agradece. Es evidente que debemos estar orgullosos, pero el luto debe llevarse, al menos por un rato. No podemos conformarnos con un tercer puesto, habiendo estado a un penalti (y otros tantos postes) de la gran final; hay que recordar eso, siempre. El problema es que en Venezuela olvidamos rápido, y sucede en cada ámbito. Siempre me he quejado de esa falta de memoria colectiva, porque termina pesando. Sobre todo, trato de lanzar el cable a tierra para mis compatriotas, debemos recordar que el fútbol, continuamente, da revanchas, para bien o para mal. Lo de esta semifinal ha sido una muestra de esa máxima: no fue más que un trabajo del azar, que nos cobró la deuda del partido contra Chile: dos postes + I.V.A., quizá más. Por ahora, yo cumplo con llevar mi luto, sin perder de vista a la selección que, por lo menos, aún puede ser tercera.

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El imperio no contraatacó

Por Alberto Sáez

Si Luke Sky Walker fuese real, sería uruguayo y tendría apellido Suárez. Su lucha contra el imperio Inca vio frutos con un doblete mágico que lo consagra como uno de los mejores jugadores de la Copa (acompañado por su portero Muslera y por Rincón de la selección venezolana). Suárez no es ninguna revelación, es la consecuencia de una buena temporada en su club y un buen Mundial con su selección que esta noche fue liderada por el Maestro Jedi Obi-Wan-Forlán, que nunca se detuvo como organizador, recuperador y hombre al frente de la batalla que tiró del carro charrúa durante todo el encuentro.

Como todo imperio que se respete, Perú dedicó sus esfuerzos durante todo el encuentro a repartir fuego a discreción contra el ejército rebelde, hasta el punto de que el jugador Vargas fuese expulsado por un codazo evidente a Coates y ver otras tres amarillas (Balbín, Lobatón y Yotún). Uruguay no jugó su mejor partido, ni en orden ni en dureza, pero dos de las ocasiones que tuvo logró convertirlas en ventaja. Los imperios nunca bajan los brazos, se les puede criticar, pero nunca su perseverancia decae; son firmes en sus ideas y algunos mueren con ellas.

Hablemos de goles. Sin entrar en detalles técnicos que a veces nunca atendemos, los goles de Sky Walker-Suárez fueron consecuencia de la perseverancia. El primero devino de un remate fuera del área de Forlán, que el portero no contuvo, dejando en bandeja de plata la primera diana. El segundo, un error terrible de la defensa peruana, fue obra entera de Suárez, de nuevo. Faltando treinta minutos de partido, la Estrella de la Muerte ya había sido destruida.
Hay un finalista: Uruguay. Desde el principio de la copa había dado avisos del buen juego uruguayo. Su recompensa por no haber llegado a la final del Mundial está en ganar esta copa. Le hace falta a una selección que trajo a nuestro continente la primera sede mundialista y los primeros trofeos para los suramericanos, y que, además, desde hace suficientes años, ha vivido en el exilio como aquel ejército rebelde que rondaba el espacio esperando el momento para volver y echar abajo al imperio que tenía años dominando al fútbol, el de los “equipos grandes”.

La pelota sigue rodando.

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No llores por ti, Argentina

Por Ernesto Cazal

Como dos extraños. Argentina tenía un argumento: la verticalidad del pase raso. Allí estaba la piedra angular del gol. Messi se encargó durante todo el torneo de hacer posible, cuando pudo, ese misterio. El argentino jugó como casi siempre, empujándose a sí mismo hacia la batalla, no importa cuánto césped habría que recorrer, sin juzgar la cantidad de rivales celestes que tenía que superar, buscando el arco sin temor. ¿Cómo desaprovechar esta línea de juego, esta virtud rasante de genialidad, cuando, además, tienes un hombre de más? Batista supo cómo neutrar a su propio equipo; se equivocó de bando. Y Gago, llamado a ser el complemento entre mediocampo y ataque, no logró lo que en partidos anteriores hiciera dejar de pulir la banca. La albiceleste, ciertamente, era un aluvión. Pero Uruguay tenía un aliado valioso, una represa amiga: los diez acompañantes de Messi. Higuaín, quien quien se salvó de hacer un partido mediocre, hizo lo más difícil: acariciar el arco rival con un solo gol. Ese tanto, como leí en Twitter, fue un gol de Messi que hizo el del Madrid: pase con destino feliz, el 10 demostró por qué es el máximo asistidor de la Copa América y de la Liga BBVA. Pero nada de esto vale si la fiebre sube hasta dejar en reposo lo que parecía una goleada cantada. La injusta expulsión de Mascherano en el segundo tiempo, la frustración de no hallar goles, el sentimiento de ser más grande de lo que realmente se es, hizo que Argentina se comportara como un extraño en la sala de su casa. Y otro extraño estaba jugando entre los derruidos muebles, un Lío que encontró el mayor desengaño. Los penales fueron fusilamientos con pólvora mojada (Querido Carlitos: qué mal cobraste esa metralla. Adiós). Como dos extraños: Messi y el resto de sus compañeros. Sólo cabe aprender la lección. Y esta Copa América ha demostrado que lo ha hecho: cómo cambian las cosas los años.
Mano a mano. Uruguay es la dulce mujer la cual, desde el principio, se invita a la bailanta y termina dejándote en el altar. Tanto cariño, tanta promesa y platos rotos, deja mano a mano a quien quiera pretenderla, los favores recibidos se saldan, porque nadie es un ángel caído. Eso hizo la selección uruguaya a la argentina. La Celeste jugó como lo hizo en el Mundial: con mucha garra, potencia y el plus inexplicable que tiene esta selección charrúa. Resistió el embate albiceleste con apenas diez jugadores durante unos treinta minutos (el trabajo del Maestro Tabárez es de genio, ya se sabe). El Ruso Pérez pasó de ser héroe a villano: adelantó en el marcador tempranamente a su equipo, tras un cabezazo de Cáceres rechazado por Romero, y fue expulsado por doble amarilla, de manera justa. No hay que esconder lo obvio: los uruguayos patearon más piernas que balones. Quizás más de uno pudo haber sido expulsado. Pero el mano a mano es un pacto que mantiene un secreto; Uruguay, quien se veía derrotado ante tanto aluvión albiceleste, mostró, ante la incapacidad argentina de concretar goles, lo que Reynaldo Hernández enunció en otra flor: el heroísmo aflora y brinda frutos que pocos apuestan ver. Muslera fue el símbolo de aquel heroísmo (no olvidemos, por favor, a Luis Suárez; tal vez, junto a Tomás Rincón –a mi juicio–, el mejor jugador del torneo). Tapó hasta el viento que se paseaba entre los tres palos que escoltó. Y eso se evidenció hasta el último penal, el de la victoria. Esta dulce mujer tiene ganas de ser campeona.
No llores por ti, Argentina. No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Así dice la canción. No llores por ti, Argentina, si en este torneo nunca tuviste lo que se necesita para ganar campeonatos.

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Derrota, derrotero

Por Reynaldo Hernández

 A Ernesto Cazal

   En Latinoamérica hay casta: el legado Inca, Azteca y Maya, que representan, más allá de las fronteras, los equipos del continente nuevo. Los artilugios ofenden nuestra tosquedad, nuestro brío, envalentonan la paradoja: mientras mejor nos juega el rival, mientras con más recursos asedia nuestras humildes pretensiones, más nos crece el corazón de coraje.

Brasil saltó a la cancha con su mejor ritmo de campeón, acorralando progresivamente a la selección guaraní. Dos factores evitaban la claridad de ocasiones canarinhas: el trabajo de importunar, de molestar, de los defensas paraguayos; y las oportunas salidas del portero Justo Villar, que dominaba el cielo con agilidad de ave rapaz, alimentando su actuación de las destrezas rivales.  Tardaba poco Brasil en la transición del balón, quizá por eso Ganso firmó una noche sin demasiado protagonismo. Quien sí aparecía con frecuencia y peligro era Robinho. El ex del Madrid nutría de picantes asistencias a Neymar y a Pato, ayudado por un participativo Maicon, que logró durante la competición mostrar mejores argumentos que Dani Alves. Sin embargo, el lateral interista carecía de precisión en sus centros. Llevar el orden cronológico del juego sería contraproducente, consistió de principio a fin en un constante ataque Brasilero, y cuando Paraguay lograba salir del acoso, Lucio y Thiago Silva aparecían con una jerarquía indiscutible, sin dejar opciones a un frustrado Haedo Valdéz. Estigarribia se atrevió un par de veces a avanzar más allá de tres cuartos de cancha, pero era inútil el intento: la fobia Paraguaya a recibir goles ataba con rigidez la salida en bloque del equipo.

Paraguay únicamente dispuso de una ocasión para aspirar a anotar un gol en los ciento veinte minutos de juego. Estigarriba, agobiado ante su soledad en campo rival, cruzó un balón que en longitud recorrió una distancia más amplia quizá que el espacio donde el resto de sus compañeros ocupaban cancha. Ese balón, tras haber superado por alto a tres jugadores verde-amarillos, consiguió a un solitario Valdéz que, pese a pasar largos períodos sin contacto con la esférica, logró rematar con agilidad y muy naturalmente, como si hubiese estado atacando todo el juego, pero el intento se marchó algo desviado. A pesar de ser un inteligente recurso, la ejecución no fue la mejor.

El fútbol podría dar en sí para filosofar con amplitud. Su contradictoriedad enriquece el pensamiento cada vez que un partido es visto en algún lugar del planeta. Cómo explicar que el virtuoso no merecía ganar, que el cauto, el oprimido, el contendor contra las cuerdas era el meritorio de seguir avanzando. Paraguay, señores, lo digo con asombro, agonizaba sobre el terreno de juego, jugaba desvalido, casi sin piernas en un deporte donde esas extremidades son las más importantes. No, miento, confundo: está el arquero. Cuando el deporte de pies por excelencia nos presenta a un sujeto que destaca por su habilidad con las manos (en ocasiones también con los pies, como en el gran disparo de Pato a bocajarro que contuvo Villar sorprendentemente), algo muy heroico está por suceder, como cuando uno veía con asombro pelear a Daniel San, ese chico menudo que resistía los embates de otros más grandes y fuertes que él, y eso es lo hermoso y esperanzador, ver que con trabajo, extremando las capacidades y no decayendo, el heroísmo aflora y brinda frutos que pocos apostaban ver.

“Los penales -decía Meneses- es algo para lo que nos hemos preparado”. Pero hay una preparación que no se puede ejercitar sino con la derrota, ese ejercicio lo padeció Paraguay mereciendo ganar a España en el pasado mundial. Y tampoco es eso, la preparación debe ser un ejercicio de contrariedad, el eterno ganador debe saber, no que puede ganar, una vez más, sino que la derrota es una posibilidad siempre latente; y el humilde, el de menos posibilidades, saber que la victoria es una opción alcanzable, porque el balón es redondo y el mundo también da muchas vueltas, y alguna correspondencia debe haber en todo aquello. Tras fallar los cuatro penaltis (peor estadística en esa instancia de la Canarinha) que definieron su devenir, Brasil puede que haya ganado algo más de lo que perdió: la conciencia de derrota, esa madurez tan cara, que puede abrir la puerta a un final distinto, destinado a consumarse dentro de cuatro años.

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Uno por uno

Por Stéphanie Serrano

            A diferencia de muchos, tuve que darle varias vueltas al abordaje de este texto. Quizás la salida más fácil hubiese sido irme por la vertiente triunfalista y deshacerme en elogios para los once de Farías. Pero, primero, no me gustan las cosas fáciles; y, segundo, no estaría siendo completamente honesta. Entonces, voy a seguir las enseñanzas de Lewis Carroll y empezaré por el principio y no me voy a detener sino hasta el final.

Primer acto: pitazo inicial.

            El primer tiempo fue totalmente blanco. Digo blanco porque Venezuela jugó con la casaca de visitante. Los once de Farías salieron a romper las líneas de los chilenos y lo hicieron con autoridad. Cortaron donde tenían que cortar, presionaron y marcaron como los que más. La efectividad del planteamiento de Farías se hizo patente a través de la desaparición prácticamente total de la roja de Borghi y terminó de dar frutos al minuto 35 cuando después del cobro de Arango, el testarazo de un Vizcarrondo desmarcado abrió el marcador. Los últimos 10 minutos no ofrecieron nada que no hubiésemos visto antes: la vinotinto haciendo su trabajo y la roja contra las cuerdas.

Segundo acto: El último suspiro

            La entrada del ‘mago’ Valdivia marcó la diferencia entre un Chile absolutamente plano y otro que empezaba a dar señas de vida. Las constantes llegadas chilenas, que era lo que muchos avizoraban en el guión de este partido, finalmente hicieron acto de presencia e intentaron vapulear la nave venezolana; los criollos supieron resistir pero la resistencia no fue suficiente. En el ‘70, el ‘chupete’ Suazo rompió sus 14 meses de sequía goleadora y disparó un derechazo que obligó a Renny Vega a buscar el balón desde el fondo de la red. El ataque de Chile fue visceral, violento y descontrolado, pero la vinotinto siguió arreando hacia el área contraria y consiguió una falta que Arango, de nuevo, hizo efectiva. El error en la salida de Bravo le dejó la puerta abierta a Cichero para que de una vez por todas acabara con los supuestos y tirara la banda de cenicienta a la basura.


Final

            Señores, la vinotinto sigue adentro. En noventa minutos sin alargues bizarros o penales (excluyendo la dudosa actuación de la terna arbitral), el proyecto de Cesar Farías –antes odiado por muchos y ahora amado por todos– está demostrando su valía. Después de esta Copa América ya no valen las mismas excusas de siempre: de nada sirve el “aún estamos aprendiendo” o “somos una selección joven”; ya no somos la Cenicienta ni el invitado de piedra con el que nadie cuenta. La cosa es seguir con aplomo, seriedad y argumentos por el camino que está marcado.

 Coda

Vinotinto: ya no eres el niñito que no sabe caminar, hoy corriste como Carl Lewis y aguantaste los golpes como lo hacen los buenos boxeadores. Si sigues así, poco a poco te irás ganando a los incrédulos que aún lo vemos todo desde la barrera.

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Matar o morir, esa es la cuestión

Por Juan De Gouveia

 La Copa América 2011 ha entrado en cuartos de final, esa fase en la que los partidos son más intensos y los jugadores deben sudarse (más) la camiseta: aquí un error cuesta la continuidad. Perdonar al rival en una jugada puede tirar abajo todo el trabajo previo, no hay mañana para el perdedor.

Con esta implicación en mente llegaron las dos selecciones que abrirían la fase: Colombia y Perú. Por un lado aparecía el equipo colombiano, que había presentado el fútbol más ordenado en lo que se ha disputado del torneo: una circulación entre líneas casi impecable y  propuestas que le valieron para avanzar con dos victorias y un empate bajo el brazo;  en el otro lado, de manera sorpresiva para todos, los peruanos: un equipo que desmanteló selecciones “grandes” y llegó como mejor tercero (más que merecido) a estas instancias. El duelo se prometía como una lucha táctica a muerte.

Ambos contendientes salieron a buscar el juego, cada uno a su manera, y tratando de mantener el fútbol que les había llevado hasta este punto. Colombia llegaba de todas las maneras que se le ocurría: jugadas por la banda con centros al área, tiros a larga distancia y situaciones a balón parado, todas terminando sin suerte para ellos. Siempre había un defensa, un portero o un poste que les negaba el grito de felicidad. Intercalado casi de modo parejo a lo que hacían los cafeteros, aparecían los peruanos, proponiendo también su juego para el ataque y encontrándose con la misma suerte del rival. El juego llegaba al medio tiempo con un empate a cero, una selección de Colombia distinta a la vista en los juegos previos (desdibujada, si se quiere) y un equipo peruano que a base de esfuerzo neutralizaba a los contrarios sin dejar de mostrar también sus armas en ataque.

El segundo tiempo arrancó y la predicción era la misma: continuaba el asedio táctico hasta que uno de los dos bajara los brazos, hasta que por algún mérito o ciertas circunstancias alguno lograra mermar el espíritu del otro. Colombia siempre se vio más cerca de anotar, sus balones pasaban peligrosamente cerca. Y en el minuto 65 llegó la jugada que podía sentenciarlo todo a favor de los cafeteros, darles el premio (merecido para ellos, no tanto para los peruanos, por su excelente juego) y darles un respiro en esta carrera para meterse en semis: un balón metido por arriba con un atacante que le gana la espalda al defensa y este, de manera tonta y desesperada, lo derriba: penal. Los colombianos se frotaban las manos y Falcao, el gran delantero, se preparaba para hacer la ejecución. El ariete hace su carrera y, de forma inexplicable (aunque vista muchas veces en instancias así o más importantes), lanza el tiro fuera. Manos a la cara y toda una nación que se quedaba con los pulmones hinchados.

Los minutos que siguieron a esta jugada no se desarrollaron como podía preverse y los ánimos colombianos parecían estar intactos: se volcaron sobre el arco rival y cada balón tenía una etiqueta de peligro; los postes y el portero peruano eran, de nuevo, los salvadores. Perú, ya en el minuto 70, empezó a acusar el desgaste físico (problema que constante en la copa) y se replegó, intentando contener con su andamiaje defensivo la avalancha de ataques que lanzaba el contrario; Colombia no aprovechó la situación y se dejó arrastrar a la prórroga.

Venían treinta minutos extra de juego y, por lo visto, parecía imposible que los peruanos lograran sortear los obstáculos para forzar la tanda de penaltis; la presión que ejercían los colombianos era descomunal pero siempre se estrellaban con el muro que tapaba el arco de los rivales; el portero peruano se estaba convirtiendo en héroe a pesar de lo que pasara con el resultado. El reloj marcaba el minuto 101 cuando apareció la figura del portero nuevamente, esta vez el colombiano, para quitarle el título de villano a Falcao (recordemos que había errado un penal) y hacerlo propio: en un centro colgado al área (nacido de un balón parado), Martínez intentó hacerse con el balón en sus brazos y lo perdió. Chocó con Yépez al caer y dejó el arco vacío para que Lobatón, perfectamente ubicado, hiciera un remate sin clemencia al arco: gol. Perú se iba arriba, en parte por mérito propio y en parte por la desconcentración (quizás cansancio) del rival.

Estando por debajo en el marcador, Colombia continuó su búsqueda (infructuosa) de un empate, eran ellos ahora los que necesitaban ajustar el resultado para forzar la ronda del azar. Se acercaban, como siempre, con peligro y sin resultados favorables. Los minutos transcurrían, Perú se sentía más cerca de lograr otra hazaña y Colombia desesperaba por un gol que le diera una bocanada de aire. Se jugaba el minuto 111, la zaga cafetera controlaba el balón, toca atrás con su portero y éste termina de lapidar a su equipo: sale con un mal pase y le entrega la pelota a Guerrero, que se adentra en el área, hace un recorte de maravilla y le entrega la pelota a Vargas para que ponga punto final a la contienda. Golazo.

El tiempo restante fue trámite, los incas se dedicaron a defender el resultado y nueve minutos después la alegría invadía sus espíritus al escuchar el pitido final. Colombia dejó el campeonato con un sabor amargo, como el de un café quemado, viendo su buen fútbol ido a menos ante un equipo que se planteó la tarea de desmoronar las propuestas ofensivas de sus rivales. Perú sigue, da una nueva sorpresa y deja un aviso: no son fáciles de vencer, tienen táctica y garra por lo que su próximo rival tendrá que sudar sangre si quiere hacerse un hueco en la gran final.

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Entre peas y partidos de fútbol

Por Juan Sebastian Ibarra

A María Antonietta Vargas, única en exigir mis textos.

0. Comienzo mi texto con una explicación, una vulgar excusa por la tardanza. No sé qué pensarán los demás, pero después de un partido como el Venezuela-Paraguay, con tanta embriaguez de vinotinto, hay que reposar. Una vez terminado el descanso, luego de haber bebido la sopa respectiva (los otros partidos), uno puede prepararse para una nueva jornada, no antes.

1. Para el encuentro contra Paraguay, Venezuela venía con el envión anímico de una noche de tragos donde logró “coronar”; consiguió arrebatar la chica guapa a otro “cazador nocturno” (Ecuador) y, como empatando una pea con la otra, se lanzó un trago brindado por Tomás Rincón y, cómo no, servido por un mesonero de primer nivel, Salomón Rondón: un disparo desde fuera del área, con un efecto de crack que dejó sin chance al meta Justo Villar, a pesar del gran esfuerzo por taparlo, se coló en el fondo de las redes paraguayas.

1.1. Para Ernesto y yo, en la sala de Reynaldo (los mismos Cazal y Hernández que me acompañan en estas lides de escritura futbolera), ese gol llegaría unos segundos más tarde que para el resto. El grito nos llegó como una broma de mal gusto, pero bastó ver la jugada para entender la diferencia temporal entre un televisor y otro. Primer trago del día y continuaba la fiesta.

2. Toda borrachera tiene su punto de quiebre, naturalmente. Llega un momento en el que, por ejemplo, rompes un vaso, una botella; te tropiezas y notas el mareo. En ese punto, tienes dos opciones: seguir bebiendo y llegar al punto de caerte, tumbar a la anfitriona de la fiesta, dejar los restos de tu cena en el piso del baño o, preferiblemente, en un lugar más apropiado; pero también puedes, si tienes la entereza de carácter suficiente, dejar a un lado el trago y esperar a que se bajen los vapores etílicos. Este último no fue el caso de Venezuela, que se permitió llegar al extremo. Es que ese es uno de los peligros de beber sentados: cuando te levantes, te irás de bruces, no sabrás que estás mareado hasta que ya has tocado el suelo y, cuando alces la mirada, el daño ya estará hecho: fueron tres goles a balón parado, con rebotes incluidos. Los pupilos de Farías Tropezaron, rompieron la botella y se deshicieron en el baño trasero.

2.1. Hasta de la peor de las rascas puede revivirse en la misma noche. La vinotinto supo volver del infierno del alcohol, y como nuevo, tras el viaje al baño del bar, pasó por la barra, se tomó un trago de un solo empujón, caminó con confianza y, con el mismo impulso, destrozó la ventaja guaraní. Sólo tres minutos le bastaron para que, con todo y la entrega de Renny Vega, el equipo venezolano lograra lo imposible: pasó de ser el borrachito acabado, del que se ríen los demás, al alma llanera de la fiesta.

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